cuando entré al recinto, ella, tendida, miraba por la ventana, tal vez un árbol mustio o la avenida donde el tránsito discurría sin enterarse. Su pálida mano intentó un gesto habitual, sin fuerzas ya. Me apresuré a tomarla. –Mamá...-. –Hijo creo que esta es la despedida-. Todo mi valor de hombre en regla, con esposa e hijos a nombre y cargo, se vino abajo como cristal ante el impacto de la piedra incomprensible. No sé, creo que cayeron las barreras que nos hubieron distanciado, pero me recliné, del modo en que lo hacía en los años felices, sobre su regazo de amor seguro, balbuceando: no, que te quiero tanto. Sentí aquella caricia sobre el cabello, igual a cuando volvía del potrero, cualquier otra palabra habría sobrado. Dicen que el tiempo todo lo cura, sin embargo estos ojos que fueran testigos de escenas al límite, sentimientos en carne viva; estos ojos que repiten los suyos por los espejos, insisten en la humedad añeja cuando la memoria dibuja aquella sonrisa de fin de fiesta, último obsequio de quien me diera a luz y sombras
Arlane