Jacinto tenía una pipa, la adoptó cuando se propuso cortar con el atado y medio de rubios que fumaba a diario. Decía que resultaba menos dañina para su salud, y además la encendía una o dos veces, disfrutando intensamente del efímero placer. Pero, algo más presentía nuestro amigo, porque aseguraba a quien quisiera prestarle oídos, que aquel tosco adminículo contenía algún tipo de magia o encanto. El humo dulzón creaba un cerco envolvente que lo aislaba de las multitudes con apuro sin desmayo, de las conversaciones inocuas, y de todo lo que impidiera a su espíritu ocuparse de lo fundamental. Aquel artilugio producía mundos fuera de lo habitual alrededor de Jacinto.
“¡Tomatela Jacinto con ese olor de mierda!”, lo jodíamos, aunque, la verdad, era preferible al hedor del pucho que antes debíamos soportar cada vez que se acercaba. La cuestión que nuestro personaje no atendía burlas, ni cualquier otro ruido, cuando se disociaba mediante el tubito humeante. Así fue como un día cualquiera, en que bebíamos sentados sobre el pasto, dejando perder la mirada en la inmensidad rural, y hablando boludeces a dos manos; Jacinto se retiró unos metros para encender su pipa acostumbrada. No le prestamos atención en un primer momento, luego alguien notó que había un silencio entre nosotros, correspondiente a nuestro amigo fumador. Lo buscamos sin levantarnos, con los ojos. Pudimos divisar una forma parecida a su cuerpo, envuelta por el humo que despedía el tabaco encendido. Alguno, quizás yo mismo, gritó ¡Jacin!, sin obtener otra respuesta que un darse media vuelta de la forma difusa y una sonrisa de vaho. Luego, vino un viento como tantos en esta época de cambio climático, y se llevó el humo y a Jacinto a través del campo infinito. Ni la pipa quedó