Ese día se presentó complicado. Un difícil equilibrio me sustentaba apenas, y el proceso racional, como el orden de los pasos y hasta la verticalidad, demandaban esfuerzos a los que no estoy dispuesto. Durante la noche, sueños absurdos y abominables interrumpieron la necesaria concentración para el descanso y las revelaciones de carácter onírico. Hasta creo haberme despertado por el sonido de mi propia voz, farfullando inteligibles discursos o rezos alejados de mi ateísmo militante. Luego, la división entre cuerpo astral y sólida piel, me dio la pauta de que esa sería una jornada al borde de las posibilidades. De pronto, manipulaba los habituales utensilios con la mano menos hábil, no lograba dar con el peinado que me distingue, ni mirarme en el espejo del baño sin atisbar cierto parecido a un lejano personaje del circo mudo.
Obligado por compromisos impostergables, debí salir a la calle cuyos sonidos me resultaron a cuentagotas. La gente que pasaba cerca, me observaba, sorprendida o indignada, noté que hasta las criaturas hacían señas de ay ese hombre, aferrándose a la mano de su vivo retrato.
Al fin, entré en paranoia y comencé a correr sin rumbo fijo, me introduje en el primer bar del camino, como buscando refugio de la hostilidad porque sí. Barruntando malos augurios, tembloroso, solicité dos medialunas y un cortado al mozo que no me quitaba los ojos de encima aunque estuviera de espaldas.
Una cualidad descubierta entonces, fue la de atisbar con la parte trasera de la cabeza, desde un sitio cuyo prurito ya me intrigaba más temprano; fue así que divisé al que me atendió cuchicheando con el hombre-mostrador, haciendo gestos de alerta o cólera sine quanom dirigidos hacia donde yo tramaba una huída elegante, aunque no pude descifrar la conversación bajo cuerda. Al rato, cuando masticaba la segunda factura y la calma hacía de mí su presa, vi entrar una pareja de lo más extraña, ambos llevaban uniformes verdes, con correas escarlatas cruzándole el pecho de pe a pa, y birrete al tono. Se dirigieron a hombre-mostrador, preguntaron algo, al tiempo que paneaban el local con aquellos ojos fotodigitales. Gracias a la nueva visión posterior, vislumbré que el empleado a buen precio me señalaba, respondiendo a la inquisitoria de marras. Acto seguido, el dúo levitó hasta mi mesa, y sin más, tomaron asiento, escrutándome mudamente y mandándose mensajes subliminales de texto. A la mujer la encontré familiar, sin precisar de dónde o cuándo; fue ella quien habló: - ¡Charlie!, ¿qué hacés acá?, te estamos esperando – La escena resultaba disparatada, el nombre no era el correcto ¿quién se llama Charlie en estos días como flechas?, ellos parecían estar mejor en un skech de Capusotto o un desfile de carnaval; y la medialuna, insólitamente, mutó en servilleta sin desprenderse de mi mano cuasi deletérea. Contesté, para no pasar por mal educado, aunque tenía la dentadura postiza enganchada a los últimos hilos: - me asaltó el deseo de consumir, que sé yo, algo artificial, like this... – y muestro la servilleta-factura a medio masticar. – No, no Charlie. Vos no estás autorizado a ingerir -, - ah – respondí, dándome por enterado de una orden o prescripción que ignoraba. El hombre de verde buscó entre el correaje, sacó una pequeña pastilla roja a lunares, y me la alcanzó; - tu pasaje de vuelta, Charlie -, dijo sonriente como candidato. Todavía restaba un fondo del café, que aproveché para tragar el misterioso medicamento. Sin pagar lo consumido, los tres nos levantamos y rumbeamos hacia un automóvil estacionado en la puerta. El vehículo, oscuro y antiguo, tenía sobre el techo una elegante luz giratoria azul. Claro que ya lo tenía visto, fue el primer cochecito metálico con suspensión que recibí en una navidad de hace siglos. Me sentí cómodo en el lujoso interior, tranquilo ante el primer signo favorable del día. La mujer entonó una canción (¿de cuna, de cana?) muy sedante y dulce, supuse que la tenía bien practicada pues no usó partitura ni auriculares. Su acompañante miraba por la ventanilla, con el birrete en la mano y lágrimas en la mejilla. Me sorprendió la cabeza totalmente calva, terminada en punta que lucían mis nuevos amigos de la infancia. De pronto, mi testa comenzó a picar más fuerte que antes y al elevar la mano izquierda para rascarme, no logré encontrar el punto exacto de la comezón, ni con la parte de mí que tenía por cabeza. Toque, sí, algo esponjoso y húmedo. Quise llorar ante el desconcierto que me embargaba, pero la melodía de mi custodia femenina funcionó como narcótico. Me dormí, rendido a lo que el destino deparara. Los sucesos del día, además de no haber ingerido una comida como dios manda, me sumieron en un mundo mejor. Entre las redes letárgicas, se hizo lugar la intuición de que aquella pastilla a lunares, proporcionada por Erik ( ¡Erik era el nombre!. ¿ Cómo lo pude olvidar ? ) influyó en mi ánimo. La melodiosa voz de Kata se transformó en silbido, acunando los jirones de cavilaciones acaso tardías. No logré articular las palabras que tradujeran mi temor: ¿estoy muerto?. Cabecearía un rato, para dejar que este embrollo se enderezara solo; o dormiría tanto que ya no tendría sentido volver a despabilarse...
Desperté en la mañana de hoy, frente al espejo, en el que un Charly a boca de jarro me daba los buenos días. Busqué el frasco de pastillas a lunares, y luego de ingerir el par medicado, me dispuse a esperar el móvil, con el birrete ajustando el vértice de mi cabeza, y la esquela con la dirección del bar donde nos reunimos a diario.
Arlane
imagen: Elsa Gillari