El carruaje mortuorio asomó por la esquina en penumbras. Con fúnebres campanadas venía quebrando la magia de la noche; el caballo semejaba un espectro anoréxico, cargado de malos tratos y siglos de soledad.
Me apreté al hielo de la pared, tratando de contener la persistente tos que convulsionaba mi ser desde semanas atrás. Luego, llegaron vecinos, semejando fantasmas, pues conformaban un coro de pesadilla, al ritmo de oraciones herméticas y antorchas en ristre, me despojaron de prendas y calzado y, ante mi estupor, arrojaron este cuerpo como vino al mundo y con el que a tantos lugares hice honor, sobre el carromato, sumándome a la pila inerme de miembros desarticulados y sonrisas fuera de tono, sin otra excusa que su fe ciega a reclamos y un temor sospechoso a virus de dudosa procedencia.
Ya sin ropa ni piel, me dispuse a entablar relación con los ocasionales compañeros del viaje a no sé dónde. Cada quien tenía sus penas y dolores para contar con los dedos, aunque la mayoría guardaba un significativo silencio ante la novedad de reencontrarse con seres queridos, faltantes de este plano aunque no del corazón. Además, algunos de los allí presentes ni dedos como para llevar cierto método.
La divisé a mamá, sonriendo como antes, con su bonito delantal floreado anuncio de postres para las fiestas y tango en honor a los que partieron. Al tiempo, tomé conciencia de que esa tos molesta había desaparecido. Ya no estaba interesado en saber de mis ocasionales acompañantes ni del rumbo a tomar por el carro entremundos. Me dejé llevar por la luz y la risa de la vieja querida, tan liviano ya, y muy contento de regresar adonde mejor estuve. Dale má, hacé una torta para el mate, que recién me despierto. Mientras, te cuento el sueño que tuve y te vas a reír. Lo dije así, de una, y al tiempo que me escuchaba iba comprendiendo que aquella voz no era la que tengo por mía y la pobre vieja lleva veinte años bajo tierra.