Estábamos obligados a escucharlo, fue el único predicador que se atrevió a cruzar el delta a golpe de remo e instalarse entre nosotros sin menospreciarnos. Porque el problema no consistía sólo en las caudalosas aguas que de pronto se tornaban ingobernables por la correntada, sino que el visitante temerario encontraba, una vez hecho pie en la isla, que no existía tendido de cables eléctricos, ni hotel para turistas, ni lugar nocturno donde concurrir en las eternas noches sin luz. Un sólo almacén abastecía a la comunidad, en el que era posible comer algo durante los mediodías, pero el austero menú no pasaba de sanguches de salamín y queso, o empanadas para las celebraciones patrias. Vino sí había, por suerte, pues significaba una de las pocas gratificaciones luego de trabajar duro en las cenagosas tierras. Los cantores brillaban por su ausencia.
A pesar de tantas dificultades, Sigfrido el pastor se estableció, de buen ánimo, a la orilla del río, dentro de una carpa militar, demasiado grande para él y cuanta fe cargara. Empezó a predicar en la puerta del almacén, cuyo dueño, Martinena, no puso inconvenientes, quizás porque intuyó que aquel lunático podría ser una atracción dentro de la apatía reinante, lo cual aumentaría la venta en el negocio. Y no se equivocó, pues casi todos nos sentimos impulsados a conocer al forastero que vociferaba salmos y trágicas profecías, enarbolando el pesado libro de tapas duras, y trajeado de oscuro, sin importar el calor húmedo que subía desde el agua. Los discursos giraban sobre los desastres naturales a los que seríamos sometidos si no nos arrepentíamos de los pecados. Al llegar a esa parte de la arenga pastoral, nos mirábamos con expresión interrogante, porque no sabíamos cuál culpa expiar, carecemos de oportunidad para caer en la tentación u ofender algún mandamiento; la isla está habitada por pocas familias, todos nos conocemos, y prácticamente, no hay qué robar o pervertir. El último delincuente que tuvimos, fue el loco José, que andaba queriéndose avanzar a las mujeres ajenas. Le dimos una paliza histórica antes de tirarlo al río, para que fuera la correntada quien juzgara sus actos. Del acontecimiento pasaron cinco años, y nada volvió a perturbar la inercia del lugar. Sin embargo, Sigfrido no cejaba en sus anuncios de catástrofes si no hacíamos acto de penitencia por un asunto de la antigüedad, cuando dos que andaban en bolas y sin documentos, comieron las manzanas de un señor que se lo tenía prohibido so pena de mandarlos a otra huerta llamada infierno o tierra, esta parte no estaba clara aunque calculamos que se trataba de sinónimos. Después de escucharlo un rato, mientras los niños jugaban y alguno de la familia se iba para el almacén a comprar, nos retirábamos calladamente, no fuera cosa que aquel loco intentara detenernos con invocaciones y regaños. Cuando empezó a golpearnos la puerta en horas de la siesta, y a joder a los chicos con su perorata, ya fue momento de preocuparse, y no estábamos acostumbrados a los problemas, ni queríamos. Entonces, luego de una breve charla entre los pobladores más representativos, se tomó la decisión de cortar por lo sano. Al día siguiente, Sigfrido siguió el derrotero del loco José, yendo a parar, con carpa y biblia, al medio del río sagrado, que sabe cómo solucionar cualquier inconveniente, y encima nos da de comer.