Un pajarillo armaba el nido, ayudado por su compañera. Ardua tarea para el pequeño volador, iba y venía trayendo en su pico hojitas secas, trozos de madera, algún hilo de color para dar un toque personal. Este animalito alcanzó a divisar, entre vuelo y vuelo, a un hombre santo, que emanaba áurea luminosidad desde su asiento. Percibió el ave, no sin sorpresa, cuánta paz irradiaba aquel ser y cómo ascendía su conciencia, girando lentamente sobre los techos de la cabaña. Decidió mudar su proyecto habitacional a las inmediaciones de la residencia del dios sentado.
El peregrino venía de largas distancias, disfrutando los silencios y aromas de los montes. No tenía otro afán más que confundirse con la naturaleza, pues era un exiliado a voluntad de orbes envenenadas con humo y violencia.
La sed lo apremiaba, y se dispuso a requerir agua en la primera casa que apareciera, pero, al llegar a la entrada de una humilde choza descartó llamar, pues una estatua jamás sospechada captó su entera atención. Dedujo que el escultor había plasmado la imagen de un antiguo poblador meditando, sentado en posición de loto, como los yoguis hindúes. La quietud y recogimiento que desprendía la efigie, convencieron al caminante de que se trataba de terreno sagrado, por lo que sería mejor dirigirse a otra morada para saciar el anhelo que ardía en su interior y no invadir lugares del más allá.
Solange canta canciones olvidadas, o jamás compuestas, mientras tiende la ropa en el alambre que su hombre dispuso entre dos árboles montaraces. La cabaña está sobre la ladera, que también alberga la choza del único vecino, cien metros arriba. Entre sábanas y prendas, Solange divisa al hombre estático, sentado bajo el alero. Pasan los minutos y el tipo no se mueve, entonces, la buena mujer saca conclusiones: “allí lo tienen, el viejo hippie, duro como estaca. Se dio un buen saque, y seguramente su voluntad rueda por el propio infinito, un cosmos narcótico lo inmoviliza. ¡ Y buéh ¡, que disfrute el mambo, mientras no venga a joder...”
Cada cual ajusta su versión, y todas son verdaderas, porque la realidad es un acuerdo entre lo que existe y la interpretación personal que de ello se hace. Quizás sea este el motivo de la imposibilidad de acuerdos entre testigos y herederos, y, menos mal que no se presentó ningún medio de prensa a cubrir el evento.
A todo esto, Paul el poeta maduro, concluido su relax, ciñó el largo cabello que la brisa de montaña había desarreglado, y se dirigió al interior de la choza, con la intención de relatar frente al grabador las sensaciones experimentadas: cómo percibió el vuelo cercano del ave, cuál fue la intuición sobre un visitante que no se presentó, y de qué manera oyó a la vecina cantar su melodía irreal, entre flamear de telas y sospechas.
Buscó la puerta de entrada sin ninguna urgencia, su ceguera lo aplacaba.
Arlane
imagen: CAMPO, de Vinicio Jarquin