Eran idealistas. Soñadores. Su juventud les hizo creer que, a pesar de todo, podían crear un mundo mejor, más justo, equitativo. En las plazas, junto a otros iguales, el mate y las guitarras eran excusas para reunirse y confrontar proyectos, planes. Utopías.
Confeccionaban sus prendas, rescatando ropa vieja de baúles familiares o pintando telas, para oponerse a la moda oficial, la que consideraban uniformante e imperialista. Dejaban crecer libremente barbas y cabello, de modo que su imagen reflejara el lirismo extremo que los movilizaba. Las mujeres lucían sus pintorescos vestidos largos, de colores superpuestos, adornaban sus volátiles cabezas con capelinas de jeans o antiguos sombreros reciclados. Y su idioma preferido era la canción de protesta, que hablaba de amor, paz, rebelión y libertad total.
Fue en una noche espléndida de octubre, en la casa de Exequiel, sobre una calle de tierra de los fondos del Jagûel, lejos del centro urbano. El clima templado, las fulgurantes estrellas, y las ansias de concretar los sueños, los reunieron en ese paraje semi rural.
En el tocadiscos portátil sonaban las voces prohibidas de Zitarrosa, Manal, la Negra Sosa. Y ellos, en el resplandor de su edad, bailaban reían amaban discutían. El proyecto principal consistía en generar cooperativas de trabajo y de consumo en las villas de emergencia, barrios carenciados y poblados rurales, para brindar las herramientas a los hermanos más castigados por el régimen fascista, que les permitiera autoabastecerse y asociarse en emprendimientos populares, así tendrían más recursos a la hora de negociar con los grupos empresariales que imponían las reglas del mercado, beneficiándose injustamente, en detrimento de los pequeños productores y trabajadores empobrecidos.
El poder, que no reconoce patria alguna, rechazaba estas iniciativas, que podrían hacer peligrar sus privilegios, y daba dinero para armas y vicios a los militares, dejándoles jugar con la estúpida idea de que el país podía manejarse como un cuartel.
Justamente, el organismo encargado de vigilar a las agrupaciones políticas y sociales, dependía de aquellos soldados sin escrúpulos. Desde allí llegó el informe sobre la reunión en El Jagûel, localidad del conurbano sur, controlada por el quinto cuerpo de caballería motorizada, célebre por sus métodos brutales. En el parte se consignaba que los participantes del encuentro señalado, estaban catalogados como extremistas; término que englobaba, arbitrariamente, a militantes de la izquierda combativa, trabajadores sociales, sindicalistas, bohemios, artistas, y a todo aquel que se atreviera a pensar la vida en otra forma que no fuera la sustentada por la visión totalitaria oficial.
Los móviles, así les decían a los Falcon afectados a los servicios, se fueron acercando lentamente a la casa de Exequiel, con las luces apagadas. Dentro del precario lugar se escuchaban risas juveniles y música alta. Los siniestros carruajes verdes, cargados de asesinos a sueldo que portaban armamento como para una invasión, se apostaron sobre la solitaria calle de tierra. No se dieron a conocer, ni irrumpieron pidiendo documentos como en las frecuentes razzias. No averiguaron quiénes eran aquellos supuestos extremistas apátridas, cómo se los llamaba, que sueños locos, qué lirismo utópico los reunía. Ni siquiera utilizaron la cinematográfica frase de “salgan con las manos en alto”. No preguntaron nada, se limitaron a apretar los gatillos, descargando un infierno de plomo ardiente sobre la casa y sus ocupantes, Los pedazos de mampostería volaban para todos lados, el tocadiscos enmudeció despedazado por munición pesada, caían los cuadros, espejos, muebles. Y los chicos trataban de refugiarse, pero no había sitio que resistiera las andanadas de fuego cruzado. La locura criminal se había desatado sobre ellos, y no tenían defensa. Uno a uno, algunos todavía abrazados, fueron cayendo. con el pecho o la cabeza destrozados.
El río de sangre adolescente brotaba entre los escombros y la cortina de humo producida por los disparos. No hubo resistencia, no contaban con qué. Los hombres oscuros siguieron gatillando, aún después de que la marea, intensamente roja, mojara sus botas. Rostros asesinos reflejaban el placer de las hienas al oler su presa moribunda.
Al día siguiente, los medios de comunicación, en su mayoría cómplices de la barbarie instalada por el poder, informaban con grandes titulares: “enfrentamiento en el Sur del Gran Buenos Aires”, “combate entre fuerzas de seguridad y guerrilleros”, “dieciséis extremistas muertos tras intenso tiroteo con las fuerzas del orden”.
Patrañas, todo mentira. Como entonces y como ahora, las noticias que consumimos han sido, son y serán manejos de la minoría que manda para crear una realidad acorde a sus intereses. Lo que consideramos cierto, concreto, verdadero, no es más que una versión deformada de lo que sucede.
Yo lo sé. Sé que en aquella espléndida noche de octubre, hace veintisiete años en El Jagûel, mataron a quince soñadores e inocentes jóvenes. Asesinaron la bella utopía de ayudar al otro por el afán de hacer un mundo mejor. Lamentablemente yo, Exequiel, fui testigo presencial. Me había escondido en el baldío frente a mi casa, cuando empezaron las detonaciones a mansalva. Desde allí escuché los gritos desesperados de mis amigos y amigas, el retumbar implacable de ametralladoras y escopetas, y por último, el espeso silencio, la quietud de muerte, el leve goteo de la sangre fluyendo hacia la calle. Ese recuerdo todavía me estremece. En las noches cálidas y diáfanas, mi cuerpo se niega a dormir, únicamente saturándome de pastillas y alcohol logro conciliar el sueño, y olvidar por un rato aquella delación que cometí sin calcular los riesgos.
El dinero que recibí de los servicios me alcanzó para terminar la carrera y poner mi propio estudio de abogacía. Después, cuando vino la democracia con sus juicios, defendiendo a milicos fundamentalistas y torturadores, recaudé lo suficiente como para irme adonde quiera y vivir sin apremios por el resto de mis días.
Pero no me sirvió para arrancarme la memoria y evitar el veneno de los remordimientos que fue infestándome por dentro. Ahora comprendo que este cáncer que me devora las vísceras nació la misma noche en que mis amados compañeros eran sacrificados por los guardianes del ilusorio “mundo libre, occidental y cristiano”.
Y ya no me queda vida para arrepentimientos.
ARLANE
imagen: Maykel Herrera, artista cubano