martes, 20 de febrero de 2024

La Casa Vieja

 Vivíamos en lo de abuela Paca, señora de añeja estirpe y pasado docente. El caserón y ella se parecían, no sabíamos cuál era más viejo. 

En el patio quilométrico se levantaba el níspero. Decían que su punta traspasaba el piso de nubes por donde andan los gigantes cuidando sus gallinas. Un día nos animamos a treparlo. Las rugosidades de la corteza facilitaban la escalada. Encontramos una rama amplia, ideal para refugio. Con las hojas tremendas hicimos paredes y techo. Allí hablábamos de nuestras cosas, jugábamos con naipes vegetales, explorábamos. Muchas veces llegaban pájaros de otros reinos, nos mostraban sus plumajes y piaban fábulas de Oriente mientras comíamos nísperos de color amarillo, moscatel. Al mirar hacia abajo la gente se veía chiquita. Si había sol, el árbol nos paseaba por África, llena de selvas y gente negra que corre y caza animales. O navegábamos por el océano, divisando carabelas de cuento. Nunca sufrimos caídas, pero Paca advertía de los peligros con su acostumbrada gravedad. Un día, sin nadie requerirlo, decretó: 

-Los árboles no tienen sentimientos- 

Cruzamos miradas, era ese un acontecimiento a guardar en la memoria. Paca se equivocó frente a nosotros, sus nietos pequeños, sus alumnos. Cualquiera sabía que los árboles, en especial el níspero, se reían cuando los trepábamos, nos daban abrigo y amistad, por las noches se les oía bostezar, cantar endechas.

Pero, claro, cómo podría Paca saber todo eso si jamás vino a conocer el refugio y ni siquiera le gustaban los nísperos.




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